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viernes, 18 de mayo de 2018

ESTAMBUL: un recuerdo de infancia de Orhan Pamuk

Orhan Pamuk
Turquía (1952--)



"Mujer armenia en Estambul" c. 1682
Artista Anónimo



"El Estambul de mi infancia y mi juventud era un lugar que iba perdiendo a toda velocidad su configuración cosmopolita  En 1852, cien años antes de mi nacimiento, Gautier, después de observar como tantos viajeros antes que él que en las calles de Estambul se hablaba turco, griego, armenio, italiano, francés e inglés (y debería haber añadido ladino, que se usaba más que estos dos últimos) y que en aquella «torre de Babel» mucha gente sabía varias de esas lenguas, se avergüenza de hablar sólo francés, como la mayoría de los franceses.  El que la conquista prosiguiera después de la fundación de la República de Turquía, la violencia de la turquización de Estambul, y el hecho de que el Estado provocara una especie de limpieza étnica en la ciudad restaron presencia a todas aquellas lenguas.   En mis recuerdos de infancia queda como parte de aquella limpieza cultural la manera en que se callaba a los que por la calle hablaban en voz alta griego o armenio (la verdad es que por aquel entonces no se veían por ahí a demasiados kurdos ni se oía su lengua); «¡Ciudadano, habla turco!»  También había letreros por todos lados con el mismo mensaje". 

Fragmento del libro ESTAMBUL, Ciudad y recuerdos de Orhan Pamuk, pp, 277-278, Mondadori, Barcelona, 2006





martes, 20 de marzo de 2018

EL PACTO, un relato de Violeta Balián





"El Pacto"
Ilustrado por
Miriam Ascúa (Córdoba, Argentina)





"Un día, paseaba el rey junto al río que los griegos llaman Nilo y los hebreos Gihon, cerca de la ciudad, divirtiéndose con algunos amigos. Algunos de los caballeros usaron hábilmente sus lanzas para capturar algunos peces, que llevaron al campamento, donde los comieron. Entonces, el rey sintió los dolores de una antigua herida y sufrió una gran debilidad."
Fulquerio de Chartres: (1059 - 1127)


No recuerdo el sabor de los peces que comimos aquel día a orillas del Nilo, pero sí que la pesca fue abundante y que poco después, contemplando la belleza crepuscular del desierto, enfermé gravemente.  Y una templada mañana de abril de 1118, regresando a Jerusalén, entregué mi espíritu en el-Arish, un desolado sitio del Sinaí emplazado sobre la costa mediterránea. 
Yo, Balduíno, rey de Jerusalén, estoy muerto, pero no he desaparecido.
Soy un cadáver destripado, salado por dentro y por fuera, según las instrucciones que le di al cocinero poco antes de morir, y dispuesto sobre una litera para que esta noche continuemos con el viaje por el desierto.
Oh, y también soy un espectro.
Era muy entrada la noche que siguió a mi muerte cuando me encontró en la ladera de un cerro cercano a el-Arish, asido de la brida de mi yegua Gaza´lla, y sumergido en contemplación.  A la distancia, observaba con atención el campamento y los movimientos de mis tropas.  Cientos de hombres que apenas unas horas antes conformaban mi ejército; los mismos que acompañaron las campañas militares que favorecía el Oculto, mi Maestro.  Los veía allí abajo, ocupados en encender las antorchas que iluminaban los preparativos para trasladar mis restos y entregarlos a los oficios del Santo Sepulcro.
Sí, estoy muerto. 
Y por lo tanto, culminaron mis malandanzas, las que comenzaron hace muchos años en el Reino de Cilicia [1], o en la villa de Marash, donde murió mi esposa, Godehilda, quien, además, financiaba mi cruzada desde el día que abandonamos Flandes, decididos a reconquistar Tierra Santa.  Junto a su lecho de muerte, con una abundancia de lágrimas rodando por mis mejillas, sopesé qué hacer de mi futuro.  Para ello, presté especial atención a la opinión de mis camaradas.  Según ellos, yo era un hombre de enorme presencia y peregrino ingenio, atributos necesarios para participar en la Cruzada.  Las lágrimas dejaron de brotar y fue así que me convencí de que sólo existía un camino: no regresar a Francia ni a la vida de clérigo que me impondría mi noble familia. Mi destino era otro y lo encontraría en el Cercano Oriente.  Procuré la ayuda de una flota de piratas de Boulogne, instalé mi propia guarnición y me uní a otros cruzados con quienes recorrí y ataqué las tierras bizantinas hacia el este, mientras dejaba engordar la codicia que me empujaba a ganar algún territorio y convertirme en un príncipe oriental.
Tiempo después y por obra del azar, advertí dos perros negros que me seguían por doquier; y al mirar en sus ojos fulgurantes podía ver visiones de conquistas y riquezas.  Mis compañeros, los que tenían más experiencia y tiempo en el lugar, me hablaron del Maestro Oculto y de los peligros de negociar con Él, pero tal era mi ambición que sellé un pacto, ejecuté sus órdenes y silenciosamente, ingresé en el laberinto de mis iniquidades.
Luego de algunas misiones de combate, mis compañeros y yo conquistamos Turbessel. [2] La comitiva era pequeña. aun así, continuamos hasta llegar a la antigua Edesa [3] donde con mucha alegría me recibieron el príncipe Toros y su mujer.  Días más tarde, ante una muchedumbre y en una ceremonia tradicional, la pareja me adoptó como hijo y heredero.  Yo bien entendí que era un acto de desesperación por parte del príncipe armenio, muy necesitado de ayuda militar para combatir a sus enemigos internos como también a los turcos selyúcidas que invadían sus territorios.  No tardé en sentirme parte de la familia de Toros, pero, usaba mi tiempo de espera en seducir a una de sus hijas y otras doncellas.  Muy pronto, mis ambiciones políticas me llevaron a conspirar con los enemigos de Toros, a forzar al viejo príncipe a abdicar y, finalmente, a entregarlo a manos de una turba enfurecida.
Muerto Toros, me convertí en el Conde de Edesa al tiempo que su mujer y su hija habían desaparecido.  Me entristecía ignorar la suerte que habían corrido las mujeres, pero acepté la versión de que habían perecido durante el conflicto.  Sin embargo, hubo quienes aseguraron que las mujeres habían huido al norte, buscando refugio en las tierras de Melitene,[4] que gobernaba Gabriel, el suegro de Toros.  En cuanto a mí, y al no haber rastro alguno de ellas, el camino al poder absoluto se fue despejando.  Consolidé mi posición en Edesa contrayendo nupcias con Arda, otra princesa armenia.
Hasta aquí se iban cumpliendo las promesas del Oculto.  Razón por la que de ahí en adelante y en el ejercicio de mis nuevas funciones, me entregué a todo género de mentiras, engaños y artimañas.
Mi hermano Godofredo, rey de Jerusalén, murió de repente y sin descendencia. Por imperio de las leyes de la herencia, adquirí su trono.  Concedí las tierras y el gobierno de Edesa a mi primo, Balduíno de Bourcq, y partí hacia Jerusalén.  A mi arribo, fui coronado rey y Defensor del Santo Sepulcro mientras la población me vitoreaba como a un nuevo Josué, “el brazo derecho de su pueblo, el terror y adversario de sus enemigos”.  En palacio, los cortesanos me describían como “un hombre de porte muy digno, serio en el vestir y en su parlamento”.  Confieso que mi secreto consistía en seguir el ejemplo de mi padre, Eustaquio II de Boulogne, quien, en todo momento, llevaba un manto sujetado de los hombros que le llegaba a los pies.  Y a buen efecto.
En Jerusalén, me deshice rápidamente de mi reina, Arda de Armenia, acusándola de infidelidades con mahometanos. La acusación era falsa, pero según mis consejeros, el agravio le valía el encierro de por vida en una torre. Mi proceder fue injusto, pero Arda ya no me era útil porque en mi nuevo reino no había armenios.
Entré así en un nuevo capítulo de mi vida.  Mi política de gobierno consistió en intensificar mi comunicación con el Oculto, y recibir sus directivas.  A cambio, el Maestro me otorgaba total libertad para lo que yo quisiera hacer.  Henchido de regocijo y una inesperada sensación de amplitud, sus palabras me dieron la confianza para gobernar como me diera la gana, sin concilios ni ministros. Hice, sí, varias campañas militares, recorrí mis nuevos dominios, conocí a mis súbditos y elevé el número de mis tropas.  Entre una batalla aquí y otra allá, también acumulé vírgenes y mancebos para entregarme a los placeres de la carne.  En poco tiempo, abandoné los principios que aún me quedaban.  Cometí vilezas, crímenes, traicioné a mis caballeros y, ajusticié a muchos de mis leales.  Me sentía libre, pecando a sabiendas y manteniendo la esperanza o la ilusión de conocer, algún día, ese otro mundo donde reinaba el Oculto y yo, sería absuelto de mis pecados. 
¿Me abriría también Él las puertas a los cuatro ríos del Edén?
Al igual que mi hermano Godofredo, yo, Balduíno I, no tenía hijos con quienes fundar una dinastía.  Fulquerio, mi cronista y confesor, insistía con que tal resultado era un castigo de Dios.  Me había alejado de Él.  Respondí a sus exhortaciones cristianas contrayendo un matrimonio de conveniencia con una acaudalada condesa siciliana.  Con ella tampoco tuve hijos.  
Cinco años más tarde, erosionado física y espiritualmente, enfermo y más que ciego a mis culpas, excesos, a la censura eclesial por bigamia, con muchas victorias y alguna que otra derrota, y amparado en mi fama de "cruzado endemoniado", me propuse recuperar mi lugar ante Roma.  Con ese objetivo emprendí una última hazaña, la conquista de Egipto.
Día y noche, al frente de mi ejército, cabalgué las arenas sagradas de la via Maris.  A mis flancos, todo el tiempo, corrían como el viento mis dos perros negros, ladrando furiosos a la presencia de una mujer vestida de blanco que se aparecía en los cruces de camino. Mis tropas, conocedoras de las leyendas locales, la identificaron como a Hécate, la vengativa diosa lunar de tres cabezas, oriunda de Anatolia y cuyas apariciones, precedidas por una jauría de perros fantasmales y aulladores, causaban terror a la región.  Curiosamente, cuando finalmente se aproximaban a ella, mis dos perros negros quedaban inmóviles, incapaces de atacar. La antigua hechicera. riéndose a carcajadas me convocaba usando mi nombre.  Luego, cara a cara, me hablaba como una serpiente y, recordándome que ella era también la diosa de los nacimientos, levantaba un niño entre sus manos, proclamando una y otra vez ‒‒:
¡Hete aquí, el hijo que tanto deseabas, bígamo pecador!
En cada uno de esos encuentros, mis hombres y yo la veíamos en carne y hueso. No le temíamos. Pero ellos hacían la señal de la Cruz y confiaban en el Señor.  En tanto yo, ponía toda mi fe en el Oculto.  Salvo en mis momentos íntimos, de sufrimiento y reflexión, cuando me cuestionaba si lo que Hécate decía era verdad, que yo había sido un padre ignorante de su condición.  Porque si así fuera, tal nacimiento habría ocurrido en Edesa, en el castillo de Toros, poco antes de la revuelta, o en Melitene, en la fortaleza de Gabriel.  No tenía indicios.  Habían pasado muchos años y lamentaba amargamente el resultado de mis malos actos.  Como tampoco se me pasó por alto la ironía, que el destino o los designios de cualquier procedencia, hubiesen querido que mi hijo y heredero fuera también el hijo del pueblo al que tanto le debía y tanto daño le había hecho, un niño armenio que seguramente convertido en un hombre hecho y derecho, caminaba las tierras de Cilicia. Hécate, sus apariciones y sus palabras me habían dejado el corazón destrozado.  Por cierto, Dios me había castigado. Pero ¿qué hubiera argumentado Fulquerio, si la consecuencia de mis pecados formaba también parte de los planes que el Oculto había trazado para mí?
Llegamos a Egipto, vencimos a nuestros enemigos, saqueamos Farama [5] y acampamos a orillas del Nilo.  Con el primer barco que zarpó de Alejandría, envié un mensaje al Santo Padre para asegurarle que nuestros avances habían afianzado la defensa de la Tierra Santa.  No obtuve respuesta:  naturalmente no estaba enterado de que el Papa Gelasio había sido expulsado por el Emperador. Roma no era ni sería mi aliada, y tenía sospechas de que mi gesta no quedaría registrada en la historia de la Roma papal; en el mejor de los casos, sería incorporada a los anales de la Cruzada o, a las crónicas de Fulquerio de Chartres.  En realidad, todo ello tenía tan poca importancia. En mi vida, suspendida sobre el abismo, reposaba aun la certeza de que nadie, ni Roma ni mis allegados conocían los secretos que guardaba mi alma.  ¿Cuán lejos estuve de mi propia leyenda? Muy lejos. ¿Existía aquel que hubiese descubierto que mis victorias se debían a las intervenciones del Maestro Oculto con quien había pactado allá en Cilicia?  No, no lo creía.
Y ahora, estoy muerto y soy un espectro.
Permanecí el resto de la noche en mi puesto, en el cerro que vigila el-Arish, asido de la brida de mi yegua Gaza’lla, acompañando la marcha lenta de mis soldados hasta que, uno tras otro, fueron desapareciendo en la oscuridad del desierto.  Y pensé: ¡Cuán peligroso era vivir entre los hombres y cuánto más triste vivir alejado de ellos!  Pasaron las horas durante las cuales la totalidad de mi existencia se tornó irreal e insignificante.  Yo, poderoso rey y líder de los cruzados me había transformado en un fantasma solitario, acechado por las sombras y el silencio alrededor. 
Poco antes del alba, Gaza’lla olió la tierra y miró a lo alto.  Sin vacilar, caballo y jinete dimos la vuelta y trepando en línea recta, fuimos a dar al frente de una cueva.  Dentro, unos escalones conducían ante la imagen de piedra de una diosa de tres cabezas y mirada penetrante.  En su regazo, descansaba una cabeza humana y en lo alto, sobre las coronas adornadas de cráneos, zumbaba un enjambre de abejas.  Mis dos perros negros le hacían guardia.  No me reconocieron.  No importaba.  Mi alma y yo acabábamos de llegar a ese lugar o donde fuera que se hallara mi destino final.  Habíamos cumplido. Salvo mi cuerpo, que no había sido enterrado aún y no se había deshecho de sus impurezas.
Ahora que mi alma y yo estábamos más allá de la muerte.  ¿Qué recompensa guardaba el Maestro Oculto para mí?
Temeroso, retrocedí unos pasos y reparé, en la arena, las huellas de todos aquellos que se acercaron antes que yo anticipando una comunión con el Maestro.
En ese instante, oí el reproche articulado del Oculto ---: ¿A qué has venido, Balduíno, rey de Jerusalén? Bien sabes que los muertos no me interesan.

Violeta Balián ©2018


[1] El reino armenio de Cilicia (también conocido como Pequeña Armenia, Armenia Cilicia, Reino de Cilicia o Nueva Armenia) fue creado en la Edad Media por refugiados armenios que huyeron de las invasiones selyúcidas en Armenia.
[2] Turbessel, antigua ciudad en las cercanías de Gaziantep, en la Turquía actual.
[3] Edesa o Urfa (Sanliurfa) en la Turquía actual.
[4] Melitene, antiguo nombre para la ciudad de Malatya en la Turquía actual.
[5] Antigua Pelusio.










viernes, 2 de marzo de 2018

UN TELEGRAMA PARA FÁTIMA, un relato de Diana Hambardzumyan

Diana Hambardzumyan
Armenia (1961 -)



Diana Hambardzumyan

Escritora, traductora, Doctora en Filología, Docente,

Nacida en 1961,  Diana Hambazumyan es una escritora y traductora armenia oriunda de Qajaran, Syunik – una ciudad pequeña al sur de Armenia.  Si bien nació en Tiflis, Georgia --la ciudad de su madre-- Qajaran es la ciudad de su infancia y años de escuela secundaria.  En 1978, cuando su familia se trasladó a la ciudad capital de Erevan, ingresó al Instituto Estatal Brusov de Lenguas Extranjeras de donde se recibió con diploma de honor en  1983.  Desde 1984 hasta la actualidad es docente  en la Universidad Estatal Brusov de Erevan,  Departamento de Comunicaciones y Traducción, donde dicta cursos de inglés y traducciones literarias.  Y a partir de 2009, se desempeña como Profesora de Linguística.  

Diana es una autora prolífica.  Ha escrito más de 20 libros, entre ellos novelas, nouvelles, cuentos cortos, obras de teatro, ensayos, monografías, textos universitarios además de traducir del inglés al armenio y del armenio al inglés.  Es particularmente conocida por sus novelas cortas y cuentos que tienen lugar en el pueblo imaginario de Voghier (el de los vivos)  que ha modelado en Qajaran.   Sus novelas,  Un país habitado por Dios (2010), Un llamado a la puerta (2014) y El Infortunio de los Feacios (2017) se concentran en los problemas de identidad tanto individuales como nacionales que van surgiendo de la realidad de la Armenia contemporánea.  Destaca asimismo los paralelos entre armenios y europeos como también las vidas de los armenios alrededor del mundo.  La obra de Diana Hambarzymayn se ha traducido a decenas de idiomas. 

CRÓNICAS ARMENIAS tiene el gusto de presentar hoy Un Telegrama para Fátima (2009), un relato de Diana Hanmbarzumyan  que se tradujo al alemán con el título “Telegramm an Fatima” y fue publicado en 2014  por Hay Media Verlag, en Frankfurt am Main.



UN TELEGRAMA PARA FÁTIMA

    
Una beruja[1] está hablando en la TV y tiene un ceceo.   Miro de soslayo,  la veo y se me hace que está recitando un poema en el canal ALMTV.[2] ¡Caramba! ¡Qué mala suerte!  Porque es precisamente beruja --- esa palabra extranjera que mi abuela trasladó a mi exquisito vocabulario armenio --- la que me trae memorias de la Fátima-badji [3] de mi infancia.  Entonces me muerdo la lengua para no gritarle al viejo enemigo, a quienes nos metieron en una guerra y ahora, descarados, alardean y proclaman:

 “¡Con nuestro petróleo, que está en la cima de Karabagh, compraremos toda tu Armenia!

Por eso mismo, ¿por qué te importan sus palabras?
Tenemos suficiente con las nuestras.  Ningún idioma en el mundo tiene el esplendor del nuestro.  ¿Por qué usas las palabras de esos extranjeros?  Tú, como siempre, metiéndote en líos.  Mira que yo tengo mis propios problemas, sin embargo, me irritas con tus trampas lingüísticas.  Háblame con sensatez, alivia mi alma.  ¡Qué mala suerte!  Y tú, buscando problemas.  Si tuvieras una pizca de dignidad patriótica, ya mismo corregirías lo que acabas de escribir, no sea que su malvada imaginería eche a perder los escritos sagrados de Mashtots.  Hasta das la impresión de haber perdido la razón. De hecho, estás jugando con fuego.  ¿Por qué diablos te acordaste de Fátima-badji, esa maldita azerí¿Por qué, por qué la recordaste?  Y ella, ¿merece ser recordada?  ¿Qué estúpido designio te hizo mencionarla y perpetuar su memoria?  ¿Habrá sido por 1915, por la masacre de Sumgait, o por las bromas y trampas de esos chicos azeríes que te llevó a honrar la memoria de Fátima con tan sólo mencionarla?  Ellos, en tu lugar, jamás lo hubieran hecho, ¿no crees?

Está bien.  Yo sé que Fátima-badji no era más que una vieja.   Que los pliegues multicolores de su falda caían a los cuatro costados del banquito de madera y le escondían los pies desnudos, cubiertos de costras y tierra.   Siempre me recordaron a esos lápices de colores con los que hice un boceto de su fea imagen, en papel blanco, con la intención de plasmar sus verdaderos colores y cumplir con las exigencias de la pintura realista que imponía mi maestra de arte.

Ahora entiendo y todo encaja.  Veo también que tienes algo de conocimiento de la lengua armenia. Aun así no consigo entender hacia dónde vas con tu juego de palabras.  Si tienes algo que decir, vamos, ¡dilo de una vez!  ¿Por qué te es tan difícil?  ¿Por qué te golpeas el pecho?  Ya estoy harta de la pureza de tu lenguaje que, al fin y al cabo no es más que otro insecto arruinando nuestra lengua maravillosa.  Y nos irrita.  A ver, dime que después de leer al poeta Hovhannes Tumanyan[4] y ensalzarlo, te das tono y declaras por todos lados: ¿Llegaron los rumores a Divan Bashi? [5] ¿Se te ocurrió alguna vez investigar el lenguaje de ese gran armenio?   Es posible que en aquellos tiempos, algún demonio inmortal trató de empujarlo hacia un lado y ocupar su trono, pero fracasó, así que cállate.

Pues bien, recordemos a Fátima-badji y sus trece hijos que abandonaron a su querida madre para trabajar en una compañía petrolera, en Baku, la ciudad capital.  Fátima-badji,  cuya doble papada me recordaba el moco de pavo y le colgaba cada vez que comia un pedazo de pan viejo. Sí, Fátima-badji, la que se escarbaba la nariz y se frotaba la mugre o las cosas que se sacaba en los pliegues de su falda. La vieja Fátima que se arrancaba los pelos gruesos de la barbilla y, bostezando con la boca abierta, sin dientes, se adormecía al sol de la tarde sobre un taburete desparejo balancéandose peligrosamente hasta que, de repente, daba un salto y decía: ¡Alá! ¡Alá!  Y al instante recobraba la sobriedad.  O el cucharón de la comida que cocinaba mi madre todos los días y terminaba en el bol de aluminio de una Fátima-badji agradecida.  A cambio, la mujer bendecía a siete de sus generaciones.  Era así como a Fátima se le pasaban las pesadumbres del invierno mientras aguardaba, ansiosa, a la primavera que le traería hierbas frescas y comestibles.  Sentada junto a una pared vacía, Fátima-badji esperaba pacientemente a su hijo Shukur --que era un oficialo las revelaciones del Profeta.  Pero cuando mi abuela se ponía a recordar, aparecían lágrimas en los ojos tristes de Fátima-badji:

---Eh, Garegin, ¿no eras tú quien cuidó de Varditer como a una rosa y, al final, te resultó estéril?  ¿La hubieras dejado a Fátima en ese estado?

Afanosas, las mujeres armenias extendían la lana lavada de sus edredones al sol del día y a la vista de todos los vecinos.  Fátima-badji vigilaba las piedras que se colocaban a los bordes y las cuatro partes de la lana como si estuviera vigilando las fronteras de un país.  Luego, bajo el resplandeciente sol del mediodía, se ocupaba de despeinar la lana, madeja por madeja, echando espuma por la boca, doblada en dos y llenando, con movimientos ágiles, todas las bolsas de lino.

Así quedó Fátima-badji en mi memoria; un objeto permanente y decorativo en el patio de mi infancia.  Y recordarla u olvidarla terminó siendo mi lucha interior. Mejor no sigamos con eso; he dejado para el final el detalle más interesante de su vida. Ella, al igual que mi abuela, guardaba un vestido hecho de tela buena y cara para lucirlo en su último día.  Es que nuestra gente se ha esmerado siempre en ser respetuosa hasta el día final.  No comeremos, no beberemos, pero ahorraremos los últimos centavos para que nos entreguen decentemente a la tierra.

Fátima, ¡bendita sea su alma! Cuando joven era una belleza, contaba mi abuela.  Alta y delgada como una concubina, con bucles gruesos y caderas bamboleantes.  ¡Y, qué ojos!  Como los ojos armenios, cada uno del tamaño de una uva negra. Hasta que Fátima comenzó a llevarles agua y pan a los pastores en las montañas, y conoció a Garegin. Según mi abuela, a partir de ese día, Fátima se entregó a las montañas y se tornó en una abeja que extrae el néctar de las flores. Tan dulce era el néctar de Garegin que ella estaba dispuesta a hacer sherbat [6] con él.  Pero Garegin, después de cortar las malezas, volvía a casa y Varditer, que tenía sólo trece años, lo esperaba con una toalla y un balde en sus manos.  A Fátima, la golpeaban y la metían por la fuerza en la cama del hijo bizco de su tío.  Los ojos bizcos del muchacho no impidieron que Fátima se embarazara, diera a luz a esos trece niños que crecieron y abandonaron a su madre amada por los pozos petroleros en la ciudad capital de Baku.  Un día, durante una crecida del río, el marido de Fátima tropezó, cayó en un cañón rocoso y lo último que  oyó el desdichado, fue el balido de sus ovejas.  Nunca lo encontraron; el pobre hombre murió y su memoria se fue borrando de las vidas de sus trece hijos y, de Fátima.

No tengo idea cuál de los trece hijos fue ---bien podría haber sido Shukur, el oficial (mi abuela siempre decía que esos hijos estaban malditos) --- quien en enero de 1988 le envió a Fátima un telegrama, desde Baku, invitando a su madre a la boda de su nieto.  Para ese entonces, hacía ocho años que Fátima había muerto.

Decía mi abuela que si nos acercábamos a las tumbas de Garegin y Varditer, encontraríamos, a un costado, un túmulo desatendido, cubierto de malezas.  Mi abuela insistía con que ésa era la tumba de Fátima-badji. 

  
Diana Hambardzumyan © 2009

 Traducción del inglés: Violeta Balián  2018


[1] Una mujer fea.

[2] Un canal de televisión armenio que ya no existe más y que emitía programas de baja calidad; entre ellos, lecturas libres de poemas en las que participaba gente común.

[3]  Término afectuoso que significa Hermana.

[4]) Hovhannes Tumanyán  (1869-1923) fue un poeta y escritor armenio

[5]  En el idioma iraní, Juzgado

[6]  Una bebida dulce.



lunes, 12 de febrero de 2018

ENTREVISTA A LA ESCRITORA ANA ARZOUMANIAN

La escritora Ana Arzoumanian publicó Infieles
“Tengo la responsabilidad de poner el dedo en la llaga”
Novela anfibia con fraseo barroco y respiración poética, narra un viaje a Estambul en busca del supuesto hijo de una abuela armenia. El itinerario habilita reflexiones sobre la caída del Imperio Otomano y traza una compleja cartografía con frases del Corán.
Ana Arzoumanian es argentina, de origen armenio.
Ana Arzoumanian es argentina, de origen armenio. 
Imagen: Sandra Cartasso
La voz narradora –una argentina descendiente de armenios– desata el nudo de su lengua repartida entre el castellano, el armenio y el turco. “Cuento la historia de los cuerpos para nombrar algo de lo íntimo”, afirma esta mujer que tempranamente confiesa que viajó a Estambul para buscar al hijo de su abuela. “¿O habrá sido una niña?”, se pregunta como si las esquirlas de un relato en el que se insinuó una violación continuaran clavándose en la memoria de un cuerpo deseante que intenta unir lo que ha sido mutilado. El viaje le permite deconstruir la caída del Imperio Otomano –y el impacto que tuvo en la política de la lengua y en los cuerpos de las minorías como los armenios– y trazar una tensa y compleja cartografía con frases del libro sagrado El Corán. En la formidable y perturbadora Infieles (Libros del Zorzal), una novela anfibia con fraseo barroco y respiración poética, Ana Arzoumanian propone salir de sí para ir hacia otro sitio –que en su educación sentimental representó lo salvaje– evocando un Ausente. 
Arzoumanian cuenta en la entrevista con PáginaI12 cómo fue ese viaje que realizó de Ereván, la capital de Armenia, hacia Estambul en 2014. “La frontera estaba –y sigue estando– cerrada; pero había vuelos entre una ciudad y otra. El libro empieza con una parte del relato, que es lo que me sucedió: no me dejaron pasar porque me decían que no tenía visado, porque para la gente de Armenia se requiere visado, tanto para entrar como para salir. Me miraban el pasaporte y me decían: ‘usted no puede’. Y yo les decía: ‘Yo soy argentina’. Ahí el oficial de aduana me miró otra vez, miró el pasaporte y me dejó pasar con desconfianza”, recuerda la narradora, poeta y ensayista.

–¿Qué significó ese viaje?
–Fue un viaje muy impactante. Vi a un editor que es armenio, que trabaja y vive en Turquía. Si íbamos a un restaurante, ellos ya no hablaban en armenio, bajaban la voz y guardaban las cadenitas con las cruces. Había un clima de cuidado, de sospecha. Las situaciones eran duras, no amorosas. Cuando volví a Buenos Aires en el avión, me tocó compartir el asiento con una señora turca que trabaja en la comisión de Derechos Humanos de la ONU, y vinimos todo el viaje conversando. Cuando ella se bajó en Río de Janeiro, sacó de su cartera algo y me dijo: “esto es un regalo para vos”. Me dio un libro de un escritor armenio-turco, Hayko Bagdat, que en turco se llama Caracoles, escrito en turco, en el que habla sobre cómo es la vida de un armenio nacido Turquía. Yo también me pregunté para qué hice ese viaje, más allá de que mi esposo nació en Turquía, es armenio-turco y vino a los dos años a la Argentina. Con el tiempo pensé que quizá yo había viajado para buscar a alguien. Siempre hay en la cosa familiar alguien perdido que tengo que encontrar. Hay un relato no del todo armado de que hubo una violación en relación con mi abuela materna. Lo que no sé es si hubo un hijo o no. Y si hubiera habido un hijo, de un kurdo o de un turco, quizá estaría viviendo en Turquía islamizado. Yo leí unos textos de Hrant Dink, un periodista armenio que vivía que Turquía y lo mataron porque él decía que en la sociedad turca hay muchos armenios que están viviendo islamizados. La hija de Atatürk, que es el prócer de la República, era adoptada y tiene orígenes armenios. Y ahí los fundamentalistas se enervaron y lo mataron. En uno de sus artículos periodísticos Dink dice que “un millón y medio de armenios murieron. Pero nosotros comprendemos cada día que no todos murieron”… En ese “no todos murieron” él decía que muchos estaban viviendo sin saber que son armenios o quizá sí sabiéndolo, pero ocultando su origen. Eso me generó mucha inquietud porque quizá entre ese millón y medio estaba algunos de mis tíos y tías que desaparecieron y nunca supe que pasó. 
–Infieles está atravesado por frases del Corán. Una de esas frases es: “Un esclavo creyente es mejor que un asociador”. ¿Cómo inscribe esta frase en la historia de Armenia?
–Una manera de entender era ir y ver qué pasaba al relacionarme con la gente turca. La otra manera, que me parecía la más regia, era tratar de dialogar con el texto sagrado, tratar de entrar para ver cuáles son sus imágenes, dónde están instalados, siempre con dificultad porque yo lo trabajé desde la traducción; un diálogo que en un punto es imposible porque tanto uno como otros tratan de no escuchar esa parte. Esa frase, junto con el título del libro, hace alusión a los otros como los que no son fieles, los que tendrían que entender dónde está la senda de lo correcto. No digo el bien porque el bien es un término muy cristiano; pero sí de cierta salvación de la vida comunitaria, porque la vida comunitaria depende también de la vida religiosa. 
–En Infieles la protagonista plantea un problema con la lengua cuando advierte: “Lavar la lengua. Una red de lavanderías que se utilizaban para esconder la procedencia ilícita del dinero conseguido por actividades criminales. No el lavado del dinero, el lavado del lenguaje”. ¿Cómo explica esta obsesión que tiene la protagonista?
–De ese viaje me traje muchos textos sobre la caída del Imperio Otomano. Yo quería estar en esa zona, en ese momento en que el imperio caía. Hay algo muy sensible ahí. Yo hasta ahora tenía la versión de la destrucción, la dispersión, el aniquilamiento, el exterminio y el genocidio armenio. Pero no sabía lo que pasaba del otro lado, todo lo que le pasaba al turco, al otomano musulmán, qué era lo que estaba viviendo. Estos textos recorrían desde la cosa traumática de los hombres perdidos en la guerra, la pérdida enorme de territorios del imperio turco, desde las costas africanas y asiáticas, hasta centrarse solamente en el Asia menor. La lengua que tenía un alfabeto árabe se transforma en la conversión del imperio a la república en el alfabeto occidental. Lo singular es que así como se elimina todo el imaginario alrededor de los sultanes y se saca a los sultanes del medio de la política, la revolución los saca, los jóvenes turcos lo sacan, también se eliminan los textos que estaban escritos en esa lengua que tenía ese alfabeto árabe. Hay una desconexión tan enorme que los niños después no podían leer lo que los padres escribían. Los padres no podían leer lo que los hijos escribían. Todo texto anterior a 1923 los turcos no lo pueden leer; hay pocos especialistas en algunos universidades que tienen ese conocimiento, porque además se mantuvo esa especie de secreto frente a esa lengua. Esto me resultó una herida muy singular, un borramiento que tenía que ver no sólo con el mundo de lo armenio, sino con el mundo de lo turco. Cómo será vivir en un lugar con tanta historia, con miles y miles de años de riqueza y de imperio, sin poder leer. 
–Este borramiento singular, ¿la aproxima a comprender algo de la historia de los turcos, a pesar de ser descendiente de armenios y tener familiares víctimas del genocidio?
–Sí, intento ver qué pasó, teniendo en cuenta que Estambul fue invadida, que los Aliados la tomaron, que Francia, Gran Bretaña y España se repartieron el imperio y que ellos se sintieron muy amenazados. Imagino lo que debe ser que se pierdan todos los territorios. Uno tiene la idea de que es bueno que un imperio caiga. Pero los coletazos de la caída de un imperio tienen estas oscuridades que desde la escritura está bueno explorar. Algunos sociólogos argentinos alguna vez me dijeron que ellos habían sentido simpatía por la construcción de la república turca y por los jóvenes turcos y que no sabían casi nada del genocidio armenio. Les parecía bien que los jóvenes turcos llevaran adelante una revolución porque así como se caían los zares en Rusia y aparecía la Revolución Bolchevique, en Turquía se caían los sultanes y aparecía una república, lo que para nuestros términos es bueno. Que eso implica un cambio democrático. Algunos armenios también confiaron en esos jóvenes turcos que hacían la revolución y la república, pensando que iban ayudar en su propia nacionalización. Y sin embargo después los desplazaron y aniquilaron, porque decidieron que la república no fuera multiétnica como el imperio, sino que fuera turca. Si los armenios querían vivir como turcos, podían vivir allí, sino eran los infieles que había que perseguir. Yo fui educada en la idea de que el turco era el bruto, el salvaje, el que andaba con dagas matando. Pero la sofisticación de Estambul me dejó muy abismada, al comprobar que había una cultura muy refinada. Escribir con el texto del Corán fue también querer estar cerca y comer la misma comida. Las comidas son iguales o muy parecidas. Estar en ese lugar y comer delicias me llevaba a preguntarme: ¿uno es lo que come también? Yo podía comer delicias, pero a la vez me tenía que ocultar, si hablaba en armenio.
–“Escribo para no escuchar el odio de mi madre”, dice la narradora en Infieles. ¿De dónde viene esta frase?
–Para sacarla de la cuestión familiar primaria, también las madres y mujeres armenias tuvieron que ver con la transmisión del odio. Las madres armenias, dentro del imaginario, tienen una posición de mucha fortaleza como la que define, la que ordena. Dentro de ese orden hay cierta virilización de la mujer, de hacerse más masculina y mantener cierta tensión odiosa en relación al otro, porque el otro es siempre un posible enemigo y entonces hay una crianza sobre la desconfianza. Se cría a los niños para que desconfíen porque el otro siempre es amenazante. Vivir en ese esquema, cuando uno ya percibe esa música odiosa, y tratar de salir de ahí es muy difícil, para asumir otro tipo de maternidad en relación a lo comunitario a través de la confianza. Yo tengo la responsabilidad de poner el dedo en la llaga y decirles a las mujeres armenias que están sacrificando a los hijos. ¿Vale la pena? La pregunta del libro, en un punto extremo, es: ¿Las naciones valen la pena? ¿Valen la muerte del otro y de los propios hijos? Yo creo que no. 
–Cuando la narradora camina por las calles de Estambul, busca en los rostros con los que se va cruzando al hijo de su abuela y plantea la cuestión de “desinventar una familia”. ¿Cómo sería esa desinvención?
–Así como hay una construcción de una familia particular, también hay que poder deconstruirla en términos derridianos, sacarla del territorio mítico; destruirla es una palabra un poco más compleja, pero sí desinventarla, salir de la mitología familiar para encontrar otras posibles familias, que no son las de la genealogía, sino las familias de los sufrientes, quizá del sirio, del palestino, del argentino más cercano, para qué vamos a irnos tan lejos. A mí me pasa con la literatura que encuentro textos que me hablan y siento que me habla mi hermana, mi hermano, mi primo, y que armo familia. Pero para eso primero tengo que ver con extranjería y extrañeza a mi propia familia. Y con las nacionalidades pasa lo mismo. Para poder desinventarse como nación hay que también escucharse como extraño y extranjero dentro de la misma interioridad. Para escuchar también la sutileza de la música, sino es como el canto del himno que uno repite a veces sin darse cuenta de las palabras que dice.
–En toda su obra poética y narrativa es crucial el cuerpo. En “Infieles” la narradora afirma: “en las profundidades del cuerpo hay más cuerpo”. ¿Por qué todas sus historias parecen suceder en el cuerpo?
–Sé que hay en mí un hábito temprano a lo mutilado, a lo fragmentado, como si dentro de mi paisaje la mutilación hubiera sido lo habitual. El camino que vengo haciendo es desnaturalizar la mutilación y armar como un rompecabezas de partecitas del cuerpo, armar un cuerpo deseante, como en Mar Negro. Que no me aparece naturalmente, yo lo tengo que construir y esa construcción del cuerpo-uno –que no esté la cabeza por un lado y los miembros por otra– es a partir de la literatura. Para eso hay un torcimiento, hay algo forzado, una demasía de cuerpo por esta intención de que el cuerpo aparezca como un cuerpo deseante entero. Quizá alguna vez aparezcan cuerpos más amorosos, pero mis cuerpos siempre están lindando con lo pornográfico. No sé si en algún momento mi literatura se transformará en una literatura más amorosa... Acerca del uso de la lengua, un periodista armenio me dijo que soy una de las pocas escritoras que escriben sobre las cuestiones armenias en castellano y que al no escribir en la lengua armenia hay una pérdida y que escribo como en una lengua “desespiritualizada”. Me quedé pensando que quizá mi obsesión con los cuerpos es porque mi lengua, al escribir en castellano, es una lengua de pura materialidad porque mi corazón está repartido –tiene una lengua castellana y una lengua armenia; está entre dos zonas–; entonces el castellano queda muy material porque la espiritualidad está como en fuga. Es como si con cada texto que escribo tuviese que parir un cuerpo entero. Yo lo miro y en ese momento del parto quiero ver si todo está en su sitio. En ese mirar lo doy a ver para que el lector me diga que el cuerpo está entero.